---

El tiempo transcurre ajeno, resistiéndose a las mediciones, en la vida de los objetos. Se estira mientras ellos padecen esa calma que los oprime y los condensa.
Nos sentimos observados, juzgados por su sola presencia irremediable –por todos lados, con esos ojos invisibles, con esas vocecitas inaudibles que rumoran sobre nuestra intimidad-: como si estuvieran atentos, rodeándonos en una emboscada, y nos acusaran de algo que no sabemos bien qué es pero que nos avergüenza, así como el culpable se siente condenado de antemano.
Quién sabe si realmente nos conocen, o si acaso, siquiera, reparan en nosotros; ocupados en sus menesteres, sus mensajes que nunca entenderemos, codificados entre la permanencia y el polvo; ocupados en sus ciclos reproductivos -bien hemos notado todos, alguna vez, que tienen la propiedad de reproducirse-.
Acaso esperan a que hagamos algo y no pueden sino aguantarse hasta que adivinemos qué es. Esperan en su felicidad o infelicidad: si es que los libros, las revistas apiladas, las fotografías que ahora aparecen opacas, si es que las sillas arrinconadas, las cestas viejas y el resto de cosas inservibles, si es que los terroríficos ceniceros son felices o infelices: si es que esa existencia orgánica puede definirse en tales términos. (Después de todo, sufrimiento y felicidad son palabras que inventamos nosotros, para definir algo de lo que apenas tenemos una pista, y remendamos la cuita de esa incertidumbre con más y más invenciones).
La madera cruje, estirándose y contrayéndose, los objetos se movilizan inexplicablemente cuando no los vemos. Casi siempre los ignoramos, pasamos frente a ellos como si no existieran; pero, a medida que respiramos cerca y les permitimos ser nuestros testigos, nos vamos quedando, poco a poco, adheridos a ellos.
(6-2009)